27 de abril de 2012
Todo lo demás
Desde que sé que voy
a publicar un libro, no escribo. Hace casi dos meses. Una especie de
abstinencia. Cuando hablé con el editor y me dijo "sí, nos interesa",
pensé: ya mismo me pongo a escribir para tener otro libro dentro de tres meses.
Lo pensé convencido. Llevo la libretita roja a todos lados. Miro
conversaciones, miro a mi alrededor en busca de una historia, cualquiera, digna
de ser escrita. El otro día me pasé una parada del subte porque pensé que ahí
estaba, que eso era lo que necesitaba, que esa pareja discutiendo era
exactamente el centro de un relato extenso donde un hombre se levanta de mal
humor y ese mal humor se convierte en una pequeña discusión, y esa pequeña
discusión termina por demoler las sólidas bases de la pareja. En el subte
tenían el centro de la discusión. Y siguen por las escalera. Y en el bar. Y
ninguno va a trabajar, porque se gritan. Pero en un momento, él se da cuenta
que solamente un mal día lo llevó a decir esas cosas. Que a su mujer la ama.
Que es capaz de hacer cualquier cosa por ella. Cualquiera. Que es capaz de
tirarse de un paracaídas aunque tenga vértigo. Que incluso podría trabajar en
ese trabajo que odia toda su vida: solamente para estar con ella. Que ella le
importaba y no todo lo demás. Quiere decírselo, pero es tarde. Ella ya no lo
escucha. Y lo deja solo. Pensando. Él después renuncia al trabajo. Y camina
solo por la calle, en medio del frío. Cuando lo terminé, me dije: no es la gran
cosa. No. No tiene el menor sentido. Pensé: es que perdí toda mi capacidad de
escribir. Este libro, de pronta aparición es lo último, lo único. Pensé
entonces: si es lo único, debería ser bastante mejor. Tuve tres segundos de
duda sobre si llamar o no al editor para que suspenda todo. Te pido por favor,
no lo publiques. No lo hice. No lo voy a hacer. Voy a seguir el consejo de mi
padre: "el 99 % de la gente no sabe lo que hace, y el otro 1% no sabe lo
que tiene". En verdad, no es un consejo. Es una de esas afirmaciones que
lanza. Y que más que ayudar, marean. El último pensamiento que tengo cuando
vuelvo a subirme al subte es simple: que sea lo que dios quiera.
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