13 de octubre de 2011

El otro día leía el diario de Kafka. Súper recomendado. También leía las cartas que le mandaba a su novia. 20, 30 cartas donde intenta seducirla de todas las maneras posibles. Le habla de Israel (Palestina, en ese momento), del cartero que demora sus cartas, de unas vacaciones en Austria, de las ganas de verla. Después se concreta el encuentro. No es seguro que la hayan pasado del todo bien. La fecha de las cartas son más distantes ahora, pero la cosa sigue. De pronto aparece la posibilidad del matrimonio. Kafka y Felice van derecho al altar. Pero Kafka entonces cambia. Ya no seduce. Ya no le dice lo lindo que sería conocer Palestina juntos. Ahora le habla de él. Y le habla mal. ¿Cómo puede ser que te quieras casar conmigo? ¿No te das cuenta que lo único que me interesa es escribir? ¿Que soy débil, taciturno, que llevo ojeras por dormir poco, que vivir conmigo sería como estar atada, condenada, perdida? ¿Que perderías tu vida alegre, tu oficina en Berlín, tus amistades, toda tu vida tal cual llevas? No la convence a Felice. Insiste con una estrategia insólita. Le manda una carta al padre de Felice. Le explica entonces lo que su hija no quiere escuchar. ¿Entiende, señor? Avísele a su hija lo que le espera de casarse conmigo. Una vida marchita. Una desgracia. En vez de hijos sanos, familia sana, va a resultar todo mal. Felice retiene la carta y, ¿inconsciente, loca, desesperada, descreida, susanita, enamorada? insiste con respetar el compromiso y llegar al altar. La cosa finalmente se corta, a pesar de ella y porque el joven Franz rompe lo pactado.