3 de octubre de 2011

Neurótico

15

Es fácil, me digo cuando pongo un precio irrisorio sobre la mesa.

-          ¿Cuánto? -dice el hombre sentado frente a mí-. Yo no sé si vos sabés con quién estás hablando -agrega, y se saca un mosquito que le molesta la cara-.

Por un momento pienso en decir la verdad: no tengo la menor idea. No sé tampoco qué estamos negociando. En verdad, sí: negociamos un mundo maravilloso, 6 ceros, aerolíneas y viajes a todos los confines de la tierra. El hombre me mira directo a los ojos y otra vez pienso en Federico Artime. Es un calco envejecido, y en esta media hora parece haber multiplicado sus canas y exagerado el cansancio de su expresión. Pienso en esa gente que en momentos de extrema tensión, envejece. Pero ¿es éste un momento de extrema tensión? O, peor: ¿soy yo el causante de esa tensión? Si es así, no tengo que ceder ni un centímetro en el reclamo. Es más, si cediera, si me volviera ridículamente bueno y le dijera: quedate tranquilo, todo va a salir bien. O le dijera: tenés todas las cartas a tu favor. O: tomate unas vacaciones y descansá. Si digo algo así, echaría todo a perder al instante.

-          Las fotos son una muestra de todo lo que sé sobre el embajador -es tan grave mi voz, que me sorprendo-. Agrego: Usted sabe, me interesan las infidelidades.

Soy el detective de una novela. Me acomodo unos anteojos imaginarios. Me levanto, dispuesto a dejar la habitación donde estamos, pero la mano de un guardaespaldas me detiene. Sentada junto a mí está mi novia, detrás, el guardaespaldas de mano pesada y en la puerta, dos matones custodian vaya uno a saber qué. ¿No tendría que retroceder y decir que todo es un error? No. Tengo que guardar silencio. Seguirles la corriente hasta vislumbrar tierra firme. Marinero en el siglo XV que viaja en carabela y ve un océano infinito.

-          ¿Por qué me secuestraron? –digo impaciente y viajo al centro de la tierra-.

-          Nadie lo secuestró a usted, Rodrigo -dice el hombre y no parece mentir-.

La puerta que custodian los dos matones es corrediza y un señor pelado y con un pequeño bigote, intenta abrirla. Se produce una pequeña discusión con uno de los matones, que espera paciente un minuto, pero después se cansa y con una mano empuja al pelado al piso y termina la conversación. Como si un policía hubiera dejado de iluminarme la cara, veo el lugar donde estamos: esto es un baño. Azulejos blancos y verdes en las paredes, dos mingitorios en el extremo opuesto al de la puerta.

-          ¿Dónde se cree que conseguí esta cicatriz entonces? - digo, sonrío y apoyo el dedo índice en medio de mi frente-.

Espero una de dos: nosotros no tenemos nada que ver. O: es cierto, fuimos nosotros, pero la lesión no estaba en los planes. Sin embargo, el hombre se levanta, agacha su cabeza, se corre el pelo para que pueda verle el cuello y dice:

-          No lo puede comparar con esta cicatriz, ¿no es cierto? –dice-.

Pero antes que empecemos una estúpida pelea sobre qué cicatriz es más profunda, se levanta y a su cara completamente roja, lo sigue una palidez extraña y al instante, el hombre cae desplomado. No sé qué hacer. Ni yo ni mi novia ni el guardaespaldas ni los dos matones. Estamos los cinco en completo silencio hasta que finalmente me levanto, me acerco, apoyo mi mano en su pecho y digo:

-          Creo que está muerto.