1 de octubre de 2011

Reunión temprano en un bar con la gente del edificio. Motivo: posible expulsión del administrador. Razones: nunca cumplió con sus obligaciones, no atiende el teléfono cuando se lo llama, no le pone los puntos al portero, no es de fiar. Estamos todos más o menos de acuerdo. Distendemos. La conversación fluye y ya parecemos amigos de toda la vida. Tomamos café, pero podríamos estar tomando cerveza un sábado a la noche en un reencuentro del secundario. Llega la vecina que me mira. Cada uno cuenta qué hace: un abogado, un economista, un personal trainer, dos ingenieros (uno en sistemas, otro industrial), una física. Digo que estudié letras y la vecina dice qué lindo. Es contadora. No tiene 40, sino 33. Se llama Alejadra. No me gusta lo de qué lindo. Me hace sentir un chico. Como cuando alguien te dice que se va a África a hacer un voluntariado para ayudar a la gente. Qué lindo. La gente que trabaja en la iglesia. Qué lindo. Las almas caritativas, los estudiantes de teatro. Qué lindo. Soy un chico para ella, es seguro. No soy como el economista de pelo corto ni el personal del cuerpo escultural. Cuando llega la cuenta, saco un billete de 100 y pago la mesa. Me comprometo a juntarme yo con el administrador y pedirle los comprobantes de pago de carga social del portero. Termina la reunión y le pregunto a Alejandra para dónde va. Me mira como si la estuviera invitando a salir y me dice que se encuentra con un amigo. Genial, le digo y me voy.