29 de agosto de 2011

Incendio

Mis amigos dicen que tengo suerte, pero yo no estoy tan seguro. Nunca gané en el casino, no sé jugar al póquer, no sé mentir al truco. Suerte pero de otra manera, dicen. Suspendiste el viaje a Cataratas y el micro chocó y fue una tragedia. Decidiste no ir el fin de semana largo a Tigre y la lancha colectivo se llevó un poste por delante. Es cierto, pero también lo es que las dos veces me quedé porque internaban a mi madre: una fuerte angina y un dolor agudo en el abdomen.

Me mudé solo hace más o menos un año, un edificio a estrenar que todavía tiene la mayoría de sus departamentos en venta. No conocía a casi ningún vecino hasta la noche del viernes cuando se incendiaron los medidores de luz en la planta baja. Los bomberos, dos policías y cuatro trabajadores de la compañía de seguros no dudaron: fue una desgracia con suerte. Mucho humo, olor a tostada quemada, pero no se incendió ni explotó ninguno de los autos de la vereda.

Todos los vecinos logramos salir a salvo y éramos un grupo de desconocidos que miraba fascinado cómo el agua acababa con el fuego. Miré orgulloso a mi alrededor y por un momento sentí que yo era el verdadero héroe, que yo era el salvador y no el esforzado bombero. Me sentía inmune, colosal. ¿Heredia? Giré y aunque negaba con la cabeza, decía que sí: una hermosa mujer de unos treinta años, el pelo lacio, la piel bronceada, los ojos miel, me confundía, sí, le decía, no, pero vos sos Parodi. Heredia fue mi compañero de banco todo el primario, dije. Y la carpeta verde, los mapas, la letra horrible y los manchones de tinta volvían a estar sobre el último banco en la clase de geografía. Y Parodi, la hermosa profesora que dictaba las provincias, que hablaba de la formación de las cordilleras o que explicaba por qué se producían las lluvias, Parodi, la temprana mujer de mis tempranos sueños, estaba ahí, conmigo, ahí, idéntica, ¿qué edad tenés? pregunté un poco absorto, ridículo, y aunque con mi mano extendida le decía que no, que no hacía falta que respondiera, ya era tarde: había cumplido treinta y seis años el sábado y quería saber si los parecía.

En el bar le dije que no. Y mentí cuando preguntó si fumaba y me ofreció un cigarrillo, porque negarme era volver a ser el chico de once años que la escuchaba obnubilado. Pude contener bastante la tos y el fuerte dolor de cabeza desapareció al amanecer. No recuerdo casi nada de lo que hablamos, pero sí la promesa de acompañarla al teatro a ver Edipo Rey. No creo en las casualidades, dijo al despedirnos, creo que borracha, mientras me contaba que una semana antes se había separado definitivamente y que esas dos entradas eran el regalo de su cumpleaños.

No tuve que pasarla a buscar sino avisarle con un mensaje de texto que ya estaba listo, y bajamos juntos en el mismo ascensor. Se terminó de retocar en el espejo, frente a mí, y el corto vestido negro, las medias oscuras, los tacos, la ausencia del anillo que había visto en su dedo anular, todo eso junto, hacía presuponer un gran destino para esta noche. Llegamos al teatro cinco minutos antes de la función, y, caballero, ofrecí comprar algunos chocolates. Cuatro minutos más tarde entraba en una sala a oscuras y su mano extendida me hacía notar cuál era mi lugar.

La obra era intensa, oscura, Heredia, dijo en voz muy baja, ¿te gusta? Dije que sí apresurado y no tuve reproches con que volviera a confundir mi apellido. Podía ser Heredia, Andrade o Nicolino, pero la verdad es que era yo quien estaba ahí con ella. Aunque tal vez le diera lo mismo, era yo y no otro quien después la llevaría a su casa. Yo iba a cumplir el sueño de mis catorce compañeros. Yo la vería la desnuda, yo. Pero entonces me alarmé. Con Parodi nada había sido sexual: imaginaba que íbamos al cine, que tomábamos chocolatada, que bailábamos juntos, pero nunca pasaba de eso. No podía acostarme con Parodi. Parodi desnuda dejaría de ser la mujer de los sueños de mis once años. Pensé en inventar un dolor de estómago para terminar en ese mismo momento la noche, pero ella ya estaba tomando mi mano. Era una mujer separada que no iba a peder tiempo con chiquilinadas. Vamos al auto, dije y los dos estábamos apurados pero por diferentes razones.

Antes de subirnos, compré mi primer paquete de cigarrillos y comencé a fumar enérgico, uno tras otro. A dónde me llevás, preguntó cuando parecía dar vueltas perdido por toda la ciudad. No había que poner ninguna excusa para ir a su casa o a la mía, era lo más normal: vive solo dos pisos debajo de mi departamento. En vez de eso estacioné el auto en un lugar alejado. Reconocí de fondo la ex cárcel de Caseros. Sin preguntar, se sacó las botas. Sin decir nada, el vestido. Los vidrios estaban empañados y cuando empezó a desabotonarme el pantalón, sentí un olor extraño pero conocido a la vez. No es nada, quiso decir, pero dijo otra cosa: se te está incendiando el auto.

Los bomberos llegaron quince minutos después y apagaron un fuego que destrozó gran parte de los asientos de atrás. La noche terminó ahí. Nos tomamos un taxi hasta el mismo edificio y no dije nada cuando se bajó en el quinto. Sos un tipo con suerte, pensé en la frase de mis amigos y pude dormir en paz con un dolor de cabeza que, al despertar, ya no estaba.