8 de julio de 2011

Neurótico

11

Creo que hay un síntoma raro que llaman “ceguera psicosomática”. Algo así como dejar de ver de repente. Levantarse a oscuras, sin excusas ni malos genes hereditarios. Otros síntomas raros: una mujer deja de sentir su brazo derecho. Lo tiene flojo como una liana. Hace análisis y confirma que ese brazo cuidó a su padre en el lecho de su muerte. También confirma que, en el mismo cuarto, con su padre moribundo y su hermana durmiendo en el sillón, su cuñado intentó seducirla. Finalmente acepta que, de alguna manera que ella no puede comprender, esas dos circunstancias dieron como resultado absurdo ese brazo derecho inutilizable. Matemática ridicula donde se suman peras y tomates.

- Camina derecho, amor.

Sí, es que intento caminar derecho, pero no veo. Desde atrás me gritan en un idioma que no conozco que no me detenga. Mi novia agarrada de mí y entonces tengo una iluminación: hablá en francés. Dans l' allée. Por el pasillo, dice mi secuestrador. Por el pasillo, dice. Mi cara es la de un pescador que, aturdido, descubre que el agua no es oscura sino cristalina, y que debajo hay peces de todos los colores ansiosos por subir en mi caña. ¿Qué clase de síntoma te quita la vista y te entrega, completo, todo un idioma con sus declinaciones y su gramática? Ninguno. Los dos años del Liceo Francés fueron algo mas que la paja que me hizo Cecilia debajo del banco. Dans l' allée, insiste mi secuestrador como si fuéramos una clase de alumnos ignorantes que no pudieran aprender más que 5 palabras por día.

- Professeur, je peux aller aux toilettes?

Siento un empujón de atrás y que me caigo al piso. El empujón es real, pero la caída no: logro sostenerme de una columna que aparece salvadora. ¿Desde cuándo los ladrones hablan francés?

- Callate, querés.

Sigo, autómata, hasta que choco contra una pared. Me guían por un lugar fío y me sientan en lo que parece ser un auto. Ruido de motor. De portón que se abre. De calle. Por entre las fibras de la venda que tengo en los ojos, la claridad del día. No sé por qué me alegro. En verdad sí: toda esa estupidez de la ceguera era un juego ridículo que no sé cómo me llegué a creer. Avanzamos por la ciudad y el viento me pega en la cara. En verdad no. Las ventanas están cerradas y lo único que tengo es el cálido sabor del cigarrillo.

- Vamos a estar bien - dice mi novia con la voz quebrada.

Me gustaría decirle que sí, que vamos a estar bien. Tranquilizarla. Ponerle el pecho a las balas. Serenarla. Reducir su ansiedad y sus temores.

- Ojalá – digo sin convicción y me quedo sin palabras.