21 de abril de 2011

Neurótico

6

Pago el estacionamiento, enciendo el motor, doy marcha atrás y avanzo hacia la salida con una sola idea: sabe todo. O mejor, con dos: sabe todo y ya tomó precauciones. Soy un espía descubierto. Me espera una larga noche donde van a obligarme a reconocer la verdadera causa de mis acciones confusas. Un espía en manos del enemigo. Un traidor. Todas las anécdotas donde me quedo callado, o me distraigo con detalles, en estas horas, van a volverse evidencia. Pruebas irrefutables de un comportamiento extraño. Punta de iceberg de la verdad. De nada me va a servir soportar estoicamente. De nada, argumentar. Estoy perdido, sin armas, reducido a una bandera blanca que ya perdió el color. Avanzo por la avenida y soy un adivino que lee el futuro: sé lo que querés, me digo. Sé exactamente a dónde me estás llevando.

- ¿Conocés algún telo por acá? –dice.

No conozco, no. Pero digo otra cosa: hay uno acá cerca. Me mira contenta y se deja estar en el asiento. Yo manejo la música y es lo único que manejo, el auto va casi solo. Miro por el espejo retrovisor y no, nadie está siguiéndome, pero sí, todos son posibles cómplices. Sé lo que querés, vuelvo a decirme, y giro para ver la sonrisa inocente de mi novia que, en estos momentos, me lleva a un albergue transitorio. Está bueno salir de la rutina a veces, dice y mira por la ventana, y yo soy uno de esos condenados a muerte que no puede, siquiera, decir lo que piensa antes de caer colgado. Pero entonces inflo el pecho. Me doy fuerzas. Un actor que practica imaginariamente. Un superhéroe en un auto a medianoche. Abro la boca dos veces antes de hablar. La primera finjo un bostezo. La segunda, otro. Finalmente hablo.

- Yo no quiero tener un bebé, eh.

¡¿Qué?! ¿Qué dije? Por un momento me siento desfallecer. Ella se incorpora en el asiento. ¿Qué dije, qué dije? Tengo una de esas amnesias de telenovela: el personaje que la padece la actúa hasta para sí mismo por miedo a ser descubierto. Me mira intrigada para saber si voy a seguir hablando o si ya lo dije todo. Luces de neón al fondo me dan la razón, al menos, cuando aseguré que había un albergue cerca. Voy hacia allá y este silencio prolongado me hace creer que tal vez no dije nada. Que solo lo pensé.

- ¿Qué te pasa, se puede saber?

Odio las preguntas generales. Me descolocan. Prefiero las cosas claras. Que pregunte: ¿Por qué no querés tener hijos? O tal vez: ¿Por qué no querés tener un hijo conmigo? O incluso: ¿Qué clase de tipo sos que me decís eso? O peor: ¿Qué clase de tipo sos que me decís eso ahora, a punto de entrar a un telo? Todas esas preguntas me parecen hasta razonables. No esta. Anónima, impersonal. Qué me pasa. Sé que tengo que responder algo y lo primero que hago es sonreír. La miro y le sonrío. Un nene con problemas de crecimiento, con síndrome down parezco. Pero ella también me sonríe. De pronto nos unimos. Somos cómplices de no sé qué. Nos abrazamos imaginariamente como si ninguno quisiera tener hijos y los dos pensáramos lo mismo: no vale la pena seguir, esto no va para más, no somos una pareja con futuro. Pero mi ilusión dura apenas un instante. Sé que es otra cosa: que los dos pensamos que sí. Que mi comentario fue irónico. Que sólo encubrió las ganas reales de los dos de tener hijos pronto. Ahora me mira cariñosa. Ahora me acaricia. ¿Cómo llegamos hasta acá?

- ¿A dónde? –pregunta ella.

¿Cómo? ¿Eso lo dije? Estoy tan mareado que cuando pido un turno no saco la billetera y es ella quien lo hace y paga. Un sonido me indica que el ascensor acaba de llegar y cuando lo cierro, los dos adentro, al mirarme en el espejo, pienso: parezco tan feliz.