17 de marzo de 2011

Neurótico

2

¿Quiero comer pochoclos? ¿Pochoclos? No sé. La verdad no sé. Pienso: decí algo. Digo: Si querés comprá. Pero me mira con esa cara que pone siempre cuando no doy una respuesta segura. Altisonante. Completa. Militar, diría. Un general del ejército. Condecorado por su país. El pecho lleno de estrellitas que son medallas. Compra y me da el paquete para que lo lleve. Es enorme. Lo sostengo con mi mano derecha porque la otra no responde. La miro a los ojos: es el momento indicado para terminar. Un espacio público. No pueden haber gritos. Sí los pueden haber. Probablemente incluso los haya. Más que nada porque es un espacio público. Pero bueno, pienso, acabemos de una vez con esto. Me digo: terminemos con esto y empecemos a disfrutar de la vida. Lo que tiene graves consecuencias: primero, me hace creer que es un trámite sin importancia. Algo fácil de resolver. Quito el dramatismo a fin de ahorrar fuerzas. Pero justamente necesito no ahorrar fuerzas. Sólo puede cumplirse el objetivo si se tiene una fe verdadera. En otras palabras: perder la intensidad hace que el final nunca se alcance. Lo que debería hacer: redefinir las cosas acá adentro y después sí, culminarlas allá afuera. Están ricos, digo con algo de esfuerzo y ya estamos en la fila.
            Entonces, ¿cómo funciona la cabeza? Ese es el punto. Después todo va a ser más fácil. Facilísimo. Casi ridículo de tan fácil. Podría decir que lo primero que encuentro acá es la razón, el entendimiento. El hombre primitivo utiliza la razón para protegerse de la naturaleza. Sino la existencia sería más propia del azar. Si entiendo, preveo, observo y, gracias a esta ocupación, no sufro hambre, sed, frío, calor. No tengo las entradas. Las entradas. ¿Dónde puse las entradas? ¿Yo las tengo? No están ni en los bolsillos de mi campera ni en los bolsillos de mi pantalón. No las tengo. ¿No las traje? La razón no es un fin en sí mismo. Eso tiene que estar claro. Existe por necesidad. Razono para no morir de frío, no porque quiero razonar. Razono para comer.

-          ¿Te las olvidaste otra vez?

¿Por qué otra vez? ¿Qué otra vez me las olvidé? Una sola vez. Cuando fuimos al teatro Colón. Una sola vez no puede llegar a provocar ese tipo de argumentación: otra vez. O el otra vez se refiere al olvido en sí mismo. En todo caso estaría mal formulada la pregunta. Debería ser: ¿Otra vez te olvidaste algo? Y ahí tendría muchas menos respuestas. Ahora tampoco tengo muchas respuestas, pero en ese caso tendría menos. Me quedaría callado, casi con vergüenza. Ahora también me quedo callado. Y también con vergüenza. La fila quiere avanzar. ¿Me estoy poniendo colorado? Sí. Me lo aclara:

-          ¿Te pasa algo? Estás rojo.