28 de julio de 2011

Neurótico

13

Necesito saber dónde estoy. Pero no descubrirme. No irritar a nadie. Invisible como el ala de una mariposa. ¿Cómo el ala de qué? Un árbol en el Amazonas. Una araña en el sistema solar. Una poderosa fuerza invisible como la gravedad. Ir de a poco y no sacar todas las credenciales. Mi novia connmigo. Mi novia me escucha. Me sigue. Asiente cuando digo que todo va a estar bien. No quiero que termine este paréntesis. Saber dónde estoy, pero no despertar a mi novia de su profundo sueño donde soy quien no soy. Militar condecorado. Dos o tres medallas en mi pecho. Pensión, jubilación de privilegio y toda una vida por delante de lujos y despilfarro. No, no tanto. Mi novia a mi lado y un hombre de traje frente a nosotros. Tengo que saber dónde estamos y por qué.

- ¿Llegó el embajador?

No sé por qué pregunto eso, pero me gusta. Es acertado, grandilocuente, audaz. Me gusta. La pelota de su lado. Soy una sonrisa que el hombre no mira, porque observa la pequeña cicatriz en mi frente. ¿Qué mirás? Estoy a punto de decir. Estoy a punto de salir corriendo también.

- ¿Cómo sabe que venía el embajador?

¿Cómo sé? ¿Cómo sé que venía el embajador? ¿Qué embajador? Invento una puteada y no la digo por miedo a ser descubierto. Ya pasaron 5 segundos y estoy en un pileta de natación en los juegos olímpicos quieto. Dale campeón, dice un imaginario público argentino que pagó pasaje y estadía y espera más de su competidor.

- Yo soy amigo de Federico -digo y levanto las cejas.

No sé por qué pienso en Federico Artime. No lo veo hace por lo menos 7 años. Era rencoroso y mal jugador de fútbol. Me enseñó a silvar una mañana fría. Sí sé por qué. Porque el hombre que tengo frente a mí es exactamente igual a él. Un calco, pero viejo y canoso. La nariz pequeña y redonda. Los pómulos altos y rojos. La mirada celeste.

- Entonces, vos debés ser Rodrigo -dice mirándome a los ojos.

Desvío la mirada. El mozo secuestrador sirve dos copas de champagne en el otro extremo del salón. Sonrisa inocente de quien es mozo todas las horas de su vida. Ojos claros de prontuario limpio. No te desconcentres, me grito radical. Todo esto es una trampa. Mi novia aprieta un poco más mi brazo. Es una trampa, el hombre está midiendo cada una de tus palabras. Rodrigo es una fantasía. Brasa caliente. Si soy Rodrigo, el hombre comprueba que no soy Rodrigo. Porque Rodrigo no existe. Tenés que decir algo, dice mi novia en mi oído, o tal vez es sólo mi voz.

- ¿Rodrigo qué?

Excelente, digo eufórico en silencio. Excelente. Estoy tan feliz de mi hallazgo que sonrío sin darme cuenta. O me doy cuenta pero no me importa.

- Un verre de champagne? -dice un mozo al ofrecernos dos copas de champagne.

Sigo con mi idea de no aceptar nada de la fiesta.  Mi novia, en cambio, toma la copa. La miro: ¿A qué estás jugando? ¿Para qué lado pateas?

- Rodrigo Rodriguez.

¿Rodrigo Rodriguez? Es el nombre más ridículo que escuché en toda mi vida. Ganas de reirme en su cara. De decir: ¿Esto es todo lo que podés hacer? ¿Se te acabaron los trucos? No me hace falta la bandera a cuadros para ser el ganador. No sabés quién soy y yo sé que vos me estás engañando. Que me querés tirar la lengua. Que todo lo que decís es falso. Tendría que ser espía. Este trabajo lo hago a la perfección.

- Y yo soy Romina -dice mi novia, se acerca y le da un beso.

Está roja, eufórica y no sé si es por el champagne o por lo que acaba de decir. ¿Por qué mentís? ¿Qué clase de estrategia tenemos? ¿Dónde estamos? ¿Qué estamos haciendo? Poneme al tanto porque sino me voy. Te juro que me voy.

- ¿Cómo se va a ir ahora Rodrigo? Esto está empezando nomás -dice el hombre cuando se abre una puerta y todos los invitados entramos a un salón lleno de humo. 


25 de julio de 2011

El precio de un Pollock

Sebastián es alto. Tiene esa cara de afiche de película. Lo conocí hace 8 años cuando hicimos un curso de actuación para principiantes. Como muestra de fin de año, en vez de hacer escenas inconexas, decidimos hacer una obra. Yo la escribí. Sebastián, como todos, tuvo su participación: un personaje algo tonto pero divertido, que se metía en la casa de otro, se acostaba con la mujer del otro y hasta lo convencía de que era todo mentira. La obra duró una representación. No fue, lo que se dice, un éxito, pero me valió algunas críticas favorables de amigos y no tanto (no tan amigos, no tan favorables).

Y ahora, al bajar del subte, en un extraño pasaje de la salida “Nueve de julio”, lo veo. Está igual. Parecido, tiene algunos años más. Tiene algo de barba. La misma sonrisa. Y vende cuadros. No suyos. Tiene algo así como una galería de arte con pinturas de diferentes autores. Me alegro de verlo. Hablamos de nuestras vidas: no sé cuántas veces nos vimos después de ese pequeño estreno. En verdad sí sé: dos veces. Una ese verano, otra hace algunos años, de casualidad, en este pasaje. Él también se alegra de verme. Vive solo. Vivió en Italia. No actúa, pero sí baila tango. Me encanta bailar tango, dice. Viajó a Italia porque conoció una mujer y se enamoró. Hablamos de mujeres, de novias, de las mujeres de aquel grupo de teatro. Estoy seguro de haberme acostado con dos de ellas. Estoy seguro que él también se acostó con esas dos. Probablemente también con otras dos. Y con la última no sé, pero es muy posible. Los caminos de la vida, dice, sí. Me despido, pero antes le digo que voy a volver. Sí. Voy a traer a mi novia para que elija un cuadro. Nos estamos por mudar. Es una muy buena idea así que nos vemos la semana que viene.

Se lo comento a Sofía y también le parece una buena idea. Ahora está con la astrología y cosas del feng shui por la casa, con espejos en lugares que no son el baño y equilibrios del yo con los muebles y las cortinas. No quiero, le digo, traer un cuadro y arruinar esta armonía. Se ríe con esa sonrisa de dientes blancos de publicidad. No sé qué hice para merecerla. Siempre lo pensé. Que cuando se diera cuenta, se iba a ir. Pero no pasó y ahora estamos por mudarnos.

Por cosas del trabajo, le digo de encontrarnos ahí. Se va a perder porque siempre se pierde, pero bueno, así son las cosas. A las 13 horas allá, digo. Puntuales, digo, pero estoy llegando media hora tarde. No tengo llamados ni mensajes en el celular y tengo dos hipótesis: la primera, todavía no llegó. La segunda: mi celular no tiene señal acá abajo. Pero las dos hipótesis se vuelven ridículas cuando llego y los veo sonreír juntos. Te iba a presentar pero creo que no hace falta, digo. Si no fuera el tipo con el que ella va a vivir, diría que hacen una hermosa pareja. ¿De qué pudieron hablar media hora? ¿Llegó hace media hora? Tal vez llegó hace un minuto y se ríe nerviosa de un mal chiste. No, dice, llegué antes. Tenía miedo de perderme y salí temprano. Llegué antes. ¿Antes cuánto? ¿10 minutos, 20, una hora? Otra vez se ríen y esta vez no sé de qué. De qué se ríen, eh, pienso. Miramos un poco las pinturas. El lugar parece más chico. Y hace más calor. Me gusta uno de… me olvidó por completo el nombre del pintor. Me acerco al cuadro y leo su firma. Quinquela, bruto, dice mi novia. ¿Yo, bruto? Pienso que seguí una carrera universitaria. Me recibí con honores. Apenas me olvidé el nombre de un pintor y ahora soy bruto. ¿Bruto, yo? ¿Yo no estoy buscando que los colores del cuadro tengan no sé qué matiz para que en la casa haya progreso y armonía? A mí ni siquiera me importa el cuadro. Tuve este gesto para hacer una mudanza compartida. Sofía sigue riéndose de la ocurrencia de un Sebastián que improvisa un paso de tango. Bailás bien tango, eh, dice. Y sí, baila bien. No hace otra cosa que bailar tango y vender cuadros. Sí, baila bien, sí. No nos ponemos de acuerdo con Sofía. Fui decidido a dejarla elegir, un trámite, pero ese cuadro no me gusta. No me gustan los cuadros a lo Pollock. Que tiren una lata de pintura y me lo vendan por 3 lucas. Digo: ¿no es un poco mucho 3 mil por esto? Me miran: soy el bruto que necesitan. Vemos dos o tres lienzos más. Sebastián una estatua viviente al que no le tiran monedas: quieto y no habla. Sofía dice: vamos. No quiero elegir ningún cuadro. Está bien, pienso. Digo: está bien. Saludo a Sebastián. Camino con Sofía sin darnos la mano. Nos despedimos en el andén: vamos en direcciones opuestas. Mi tren llega primero. Subo. El traqueteo se vuelve constante y es la música de fondo de un solo pensamiento: qué cagada. O de dos: no sé si hice del todo bien en traerla.  

Revista "Mutis x el Foro", #15, Oct-Nov 2010. 

22 de julio de 2011

Próximos estrenos

Las cosas fluían. Después de pagar, dos por uno, entradas de cine y comprobar, como aseguró la simpática boletara, buenas ubicaciones, y cuando, oscuridad en la sala, inminencia de comedia romántica, surgió, espontáneo, un beso corto de pareja asentada, creí, tal vez equivocado, pero creí ver igual que todos nos miraban con cierta envidia.

La película fue bastante aburrida. Salimos de la sala, y aunque conozco a Lucía hace más o menos tres semanas, las otras parejas al vernos sonreír piensan, o deben pensar, que somos felices: pareja sólida que hasta puede compartir una mala película sin fastidiarse. La escalera mecánica quieta, el aire acondicionado que nunca se encendió esta calurosa noche de verano, nada nos provoca muecas de desagrado o descontento.

Comienza a llover. Esperamos dentro del complejo hasta que pare y con Lucía en el baño, miro, uno a uno, los afiches de los próximos estrenos. Dos minutos después, en el momento en que dos manos me tapan los ojos, probable gesto enamorado de enamorada, como si no supiera quién pudiera ser, me desprendo apurado. El afiche: Federico Luppi y Norma Aleandro, entre otros, actúan en la película que dirige, para mi gran sorpresa, un conocido con el que compartí un grupo de teatro hace más o menos ocho años. Mientras Lucía a mis espaldas pregunta qué te pasa, vuelvo a leer el nombre del director: Gastón Arregui. Trato de recordar si aquel compañero era Arregui o Aguirre. Busco sin éxito fotos del director en el afiche. Miro detrás del afiche, como si alguien pudiera estar escondido o fuera todo un truco con no sé qué razón. Y no sé por qué a mí, feliz partenaire de una pareja feliz, que no me dediqué al cine, que no pasé de cursos juveniles en centros culturales, que, redondamente, no me interesa la profesión de director, a mí, que espero otras cosas de la vida, eso, ese éxito ajeno, me irrita tanto, que desde ese momento y hasta el final de la noche, sólo voy a querer volver a mi casa, encender la computadora, conectarme a Internet y poner Gastón Arregui + director + fotos, y ver si es o no el mismo tipo con el que, hace casi una década, improvisamos una situación de dos personajes que pelean por dos tomates en una verdulería.

Lucía me nota extraño, qué te pasa. Cuando vuelvo a la boletería donde, dos horas y media antes, dos por uno, saqué entradas de una película que, digo, es pésima, la boletera no sabe qué decir. Es un robo esto, digo a la incrédula boletera que, gorrito del complejo puesto, mira al supervisor como si quien le hablara estuviera loco, y quien le habla soy yo, qué te pasa digo, mirame cuando te hablo, y pregunto, más tranquilo, creo, si conoce al director de esa película argentina que promocionan con tantos afiches.

Lucía me agarra del brazo, ya nos vamos, dice cuando el supervisor, corbata del complejo, agarra el handy. Al darme vuelta veo, por cómo sonríen el supervisor, la boletera y un policía sin arma reglamentaria, que del espectador no se esperan cosas así.

Ya lo habíamos programado: vamos a un bar de la calle Costa Rica. No se me ocurre de qué hablar y me resisto a llenar espacios vacíos, signo de pareja naciente o en decadencia: silencio por cincuenta minutos. Paga cada uno su parte, beso en la mejilla y no sé por qué no deja que la lleve. No quiere ni que la acerque. Dice: prefiero caminar. ¿Con esta lluvia? pregunto, pero quiere prepararse para la maratón Nike 42 kilómetros. No insisto. Ya está. Manejo veloz hasta mi casa. Enciendo urgente la P.C. Busco a Gastón Arregui y acaba de terminar su primera película, estreno en veinte salas. Un obsesivo de los detalles, pero, también, una persona tranquila. Su foto ahora ocupa toda la pantalla. No lo conozco en lo más mínimo. No creo habérmelo cruzado jamás. Me río de la escena en la boletería antes de dormirme, pero después no me duermo. Algo me cayó mal. Y a la mañana siguiente, no sé por qué, Lucía no me atiende el teléfono. No responde mis llamados. No devuelve los mensajes. Pero me tranquilizo: debe seguir corriendo.

Revista "Mutis x el foro", # 9, Abril/Mayo 2009
Revista "Ñ", .345, 8 de Mayo 2010

El cielo de los burlones

No sé a vos qué te parece. Decirle no estudié, voy poco al teatro, o cosas por el estilo, no es opción. Decirle todavía vivo con mi madre no es opción. Llego con mis dos vasos de cervezas y aunque Nadia pregunta si están frías, no hace falta que responda para que ella hable. Hace diez minutos me habla del teatro. Claudio, dijo, vi tu obra, me encantó. No me llamo Claudio pero no dije nada. Repite mi nombre de pila –equivocado-, me halaga: porque son todos personajes con fuerza, Claudio. Para eso sirven los reencuentros del secundario: no sólo para decir qué hizo cada uno con su vida y tomar cerveza, también para confundirnos. Nadia acaba de confundirme: soy un nuevo dramaturgo que acaba de presentar una obra teatral que varios diarios ya califican de virtuosa. Cómo se te ocurrió, dice entonces. No quiero perder la oportunidad de pasar esta noche con Nadia, pero no sé qué responder –no tengo inventiva. Levanto la mirada: estamos todos muy apretados porque llueve y el bar afuera está cerrado. No lo veo a Claudio, pero veo, sí, cerca de la entrada, en el otro extremo, a dos ex compañeros que conversan. Cualquiera de ellos, pienso, podría decirme dónde está Claudio. Me esperás que los saludo –diez años sin verlos me justifica-, esperame un minuto, digo y la miro directo a los ojos.
 
No sé vos qué harías, pero no es mentir. Es difícil pasar entre tanta gente porque llueve cada vez más. Cuando Nadia termine el vaso de cerveza tal vez recuerde mi nombre –o el del dramaturgo- o ya alguien le diga algo de mí. Cuento con un tiempo líquido de cerveza que ingresa en el cuerpo de Nadia. Saludo a los dos ex compañeros y pregunto apurado qué hacen de sus vidas y si lo vieron a Claudio. Los dos me miran desconcertados. No responden, se ríen, se miran entre sí, dicen: y qué hiciste vos de tu vida. Y uno agrega: siempre fuiste un poco payaso vos. No lo tomo como un ataque. Siempre riéndote de todos vos. Lo que menos necesito en este momento es un revisionismo histórico. Un ataque directo sobre ciertos excesos de bachiller. Muy cancherito eras. Si el secundario es el cielo de los burlones no es culpa mía. Que esos dos ex compañeros pudieran haber usado anteojos, aparatos o plantillas; que hayan sido petisos; que fueran afeminados, raquíticos; que sus apellidos se pudieran rimar: qué tengo yo que ver. Seguro que sos publicista o ejecutivo de cuentas o joven empresario. Miro hacia atrás y el vaso de cerveza de Nadia por la mitad. Te preguntamos primero, mienten cuando insisto, y respondo lo único que puede calmar esos espíritus vengativos: vivo con mi mamá, trabajo en una fábrica de pastas. A Claudio, termino por preguntar, lo vieron entrar.


No sé si me seguís. Pero el gran dramaturgo que esperaba Nadia no había ido al reencuentro. Y entonces yo no tengo modo de saber cómo fue que se me ocurrió la obra. Mentir es una opción que ya rechacé. Sin quererlo, el lugar es demasiado chico y llueve demasiado, me empujan hacia la barra. En el otro extremo Nadia me mira, sonríe, me muestra su vaso de cerveza casi vacío y vuelve a sonreír. No creo que esté burlándose de mí. Voy a pedir dos vasos de cerveza, y voy a llevarle uno, y voy a decirle la verdad. Y después irme. Detrás de la barra una chica espera que le pague: su cara blanca iluminada por la pantalla de una computadora. Tenés Internet, pregunto entonces esperanzado, y a sus evasivas la conmueve no sé qué urgencia. Memorizo el título de la obra y algunas anécdotas. Hay un blog con fotos de algunos actores pero no la de Claudio, y varias críticas de diarios. Varias veces la palabra virtuosa. Mentiroso, dice la chica de la barra, pero ya camino con mis dos vasos de cerveza hacia Nadia y su cara se ilumina sin necesidad de pantallas blancas.

No sé bien si contarte los detalles. Media hora después entrábamos mojados en el auto de Nadia. No tuve que insistir para ir a su casa y no a la mía: tenía que despertarse temprano, que bañarse y cambiarse rápido porque tenía que presentar no sé qué proyecto en no sé qué universidad con no sé qué objetivo. A esa altura ya nos habíamos besado y aprovechábamos cada semáforo en rojo y cada uno de los vidrios polarizados. El departamento era moderno: no había nada que no fuera negro o blanco. No había biblioteca. Estoy un poco borracha, decía Nadia. Casi desnuda me hizo prometer llamarla al día siguiente. Te juro, mañana, dije afónico y volvía a tener diez años menos y toda la vida por delante.


 Me tuve que ir apurado a la mañana, casi no dormí. Me despidió en la puerta con un beso corto, y estaba apurada o nerviosa porque no me dejó revisar si me había olvidado algo. Un tibio sol secaba un poco las veredas. Me acordé del secundario y de noches interminables de boliches y borracheras. Tuve un instante de felicidad incluso al darme cuenta de que había olvidado darme su teléfono. No sé bien qué pensás. Si hice bien o mal. Si tendría que haberle dicho todo, aunque sea a la mañana. O dejarle una nota. No sé bien. Después, cuando caminaba, se me ocurrió otra cosa. Que tal vez Nadia supo todo desde el principio. Que eso del proyecto de la universidad era pura mentira. Y que siempre supo bien mi nombre. Que sólo fue una apuesta con algunas amigas para saber quién esa noche se acostaba conmigo. La historia termina con final feliz, pero no sé para quién. 


Revista "MUTIS X EL FORO", # 7, Nov/Dic 2008.  

21 de julio de 2011

Neurótico

12

No me saca la venda un extraterreste, pero es igual. Lo que veo: una casona vieja, de techos altos, decorada como si estuviéramos por agasajar al príncipe de Mónaco.

- ¿Dónde estamos? -pregunta mi novia.

No sé, pero estoy en una prueba y no puedo dejar de responder o dar una respuesta equivocada.

- Una casona del siglo 19. De finales.

Me mira un juez implacable que, aunque no puede negar la verosimilitud de mis palabras, no las toma para bien.

- Digo, ¿Dónde estamos? ¿Qué hacemos acá?

Otra vez las preguntas generales. No sé por qué aplaudo, como si estuviéramos en el frente de una casa precaria, construida con chapas y llamáramos al dueño de casa. Me mira: qué hacés, piensa, pero no dice nada. Trato de armar una lista de caminos lógicos que podrían conducirnos acá, a esta madrugada en esta casona. Pienso: soy un espía al que acaban de descubrir. Me miro en un imaginario espejo sucio y ovalado. Recuerdo mi infancia en Washington. Mis amigos John y Peter. Mi novia Caroline. Pienso: no, ella es una espía. Claro. Esa es la respuesta, me digo.

- ¿Por qué no empezamos a hablar con la verdad? -digo y soy un filósofo racionalista.

Me mira. Adelgazo dos kilos y mido 20 centímetros menos. Decí algo por favor. Durante medio minuto me mira sin dulzura y en silencio. No sé por qué espero que, de repente, salgan invitados de los cuatro puntos cardinales y me abracen. Que todos empiecen a comer y pueda perderme en medio de una multitud. No pasa eso, pero sí algo parecido. Aparecen diez o quince personas. Todos vestidos con pantalón oscuro y camisa blanca abotonada hasta el cuello. No vienen hacia nosotros. No nos distinguen. Recién ahora veo las mesas redondas en todo el salón y descubro a nuestros secuestradores en medio de esta gente. No nos miran y somos los primeros invitados a una fiesta.

- ¿Señor?

Dudo y recién ahora me doy cuenta de mi hambre voraz. El mozo me ofrece un canapé y sonríe una dentadura blanca y falsa. ¿Qué respuesta tengo que dar? Más invitados entran al salón. Tomar el canapé es aceptar que todo lo que pasó, ya pasó. Que el secuestro y el culetazo fue una mancha de tuco. Me resisto y sonríó el mayor desinteres posible.

- ¿Señor?

Insiste el mozo que no entiende mis gestos o no los quiere entender. ¿Sabe algo de las otras actividades de su compañero el francés? ¿Sabe todo y por eso permanece así, frente a mí, sin moverse, con el único objetivo de mi rendición? ¿Qué esperás? Estoy por decir en un tono neutro y preparado, pero mi novia se anticipa.

- Amor, ¿querés o no querés?

¿Quiero o no quiero? ¿Quiero o no quiero? Todo vuelve a ser simple. Todo vuelve al momento inicial y solamente hay lugar para el sí o para el no. Papá o mamá, me digo. Papá o mamá. Tengo 4 años y un tío me hace esa pregunta simple. “¿A quién preferís, a papá o a mamá?” Papá o mamá, pienso. Papá o mamá. Nunca pude resolver ese interrogante. Ahora tampoco porque el mozo se va y me deja con una sonrisa idiota y tirante.

- ¿Tenés alguna respuesta para todo esto? -pregunta mi novia, pero en verdad es un reproche.

Pero no hay respuestas, no tengo respuestas yo. No puedo decirle que no tengo respuestas. No puedo decirle que no hay respuestas.

- Sigámosle la corriente un rato. Ya voy a tener nuevas órdenes -digo enigmático y logro, por primera vez en la relación, una admiración franca y completa de mi novia.

8 de julio de 2011

Neurótico

11

Creo que hay un síntoma raro que llaman “ceguera psicosomática”. Algo así como dejar de ver de repente. Levantarse a oscuras, sin excusas ni malos genes hereditarios. Otros síntomas raros: una mujer deja de sentir su brazo derecho. Lo tiene flojo como una liana. Hace análisis y confirma que ese brazo cuidó a su padre en el lecho de su muerte. También confirma que, en el mismo cuarto, con su padre moribundo y su hermana durmiendo en el sillón, su cuñado intentó seducirla. Finalmente acepta que, de alguna manera que ella no puede comprender, esas dos circunstancias dieron como resultado absurdo ese brazo derecho inutilizable. Matemática ridicula donde se suman peras y tomates.

- Camina derecho, amor.

Sí, es que intento caminar derecho, pero no veo. Desde atrás me gritan en un idioma que no conozco que no me detenga. Mi novia agarrada de mí y entonces tengo una iluminación: hablá en francés. Dans l' allée. Por el pasillo, dice mi secuestrador. Por el pasillo, dice. Mi cara es la de un pescador que, aturdido, descubre que el agua no es oscura sino cristalina, y que debajo hay peces de todos los colores ansiosos por subir en mi caña. ¿Qué clase de síntoma te quita la vista y te entrega, completo, todo un idioma con sus declinaciones y su gramática? Ninguno. Los dos años del Liceo Francés fueron algo mas que la paja que me hizo Cecilia debajo del banco. Dans l' allée, insiste mi secuestrador como si fuéramos una clase de alumnos ignorantes que no pudieran aprender más que 5 palabras por día.

- Professeur, je peux aller aux toilettes?

Siento un empujón de atrás y que me caigo al piso. El empujón es real, pero la caída no: logro sostenerme de una columna que aparece salvadora. ¿Desde cuándo los ladrones hablan francés?

- Callate, querés.

Sigo, autómata, hasta que choco contra una pared. Me guían por un lugar fío y me sientan en lo que parece ser un auto. Ruido de motor. De portón que se abre. De calle. Por entre las fibras de la venda que tengo en los ojos, la claridad del día. No sé por qué me alegro. En verdad sí: toda esa estupidez de la ceguera era un juego ridículo que no sé cómo me llegué a creer. Avanzamos por la ciudad y el viento me pega en la cara. En verdad no. Las ventanas están cerradas y lo único que tengo es el cálido sabor del cigarrillo.

- Vamos a estar bien - dice mi novia con la voz quebrada.

Me gustaría decirle que sí, que vamos a estar bien. Tranquilizarla. Ponerle el pecho a las balas. Serenarla. Reducir su ansiedad y sus temores.

- Ojalá – digo sin convicción y me quedo sin palabras.

1 de julio de 2011

Neurótico

10

Esa capacidad para estar en otro lado y con otra persona. Mi novia siempre me criticó eso: que pudiera pensar en otras mujeres cuando teníamos sexo. Pensá en mí, me decía. O me decía: para qué me contás estas cosas. No sé para qué. Con el desayuno le hablaba de una amiga de ella. O de una conductora del noticiero. O de la hermana de un conocido. Por qué me decís esto. Como un testigo o un cómplice de un asesinato, que, a pesar de haber recibido intimidaciones y amenazas, para él o la familia, o para él y la familia, no puede hacer otra cosa que confesar ante el juez, sé todo, sí, sé todo y estoy dispuesto a jurarlo. Te digo que no es así, le prometía a mi novia cuando me descubría culpable, pero, ratón que busca la trampa, volvía a sacar el tema y la exasperaba de manera tal que, cansada de mí, ya no le interesaba la verdad. Eso es lo de menos, decía. Y después su silencio zen me hería por una o dos horas.

Ahora me pasa lo mismo. No tengo un arma que me apunta, ni hay una persona detrás que me insulta en un idioma que no conozco. Mi novia me mira y espera una reacción heróica, un soltarse de marras, escena de película donde el héroe, arrodillado y frente a un revolver, de alguna manera, da vuelta la situación y termina libre y feliz. No es el caso. Para empezar, no estoy pensando en formas de corregir el error de estar arrodillado frente a un criminal. Para nada. Yo estoy en otro lado. Y además, no estoy tan convencido de querer salvar la relación con un acto valeroso. Recibir el abrazo y el reconocimiento de la labor cumplida. El te amo después de la aventura. ¿Y si ella me salva? ¿Si ella, en un instante de iluminación, derriba a la mujer que tiene frente a sí y separa al tipo que, mientras me apunta, me obliga a darle todo el dinero que tengo? ¿Tendría que estarle agradecido para siempre, un esclavo a su merced?

- No tengo más plata, te dije -digo, aunque hasta ahora no abrí la boca. ¿Qué idioma es ese?

El criminal me mira. No sé si va a responder. Pienso en un culetazo en medio de la frente y en sangre que mancha la alfombra. Tener que pagar por la mancha y explicaciones inverosímiles frente al gerente del albergue. Pero en verdad, las explicaciones deberían venir de él hacia a mí. ¿Cómo es posible que una pareja de delincuentes esté en mi habitación? Posible respuesta: pidieron un turno, entraron, y ahora están desvalijando una habitación tras otra. Muy buena idea, me digo.

- ¿Tuvieron sexo antes de robarnos?

Los tres me miran. El culetazo me sorprende menos que la reacción de la mujer del criminal. Me obliga a acostamre boca arriba y apoya una almohada en mi frente. La tela blanca se humedece y toma el color rojo de la sangre. Pequeñas gotas caen por los costados, manchando el resto de la cama.

- ¿Qué hacés, idiota? -dice la mujer que ahora limpia la herida con la sábana

Miro a mi enfermera y sonrío como un bebé que dice sus primeras palabras. Pero no es la mujer del criminal. Cierro y abro los ojos dos o tres veces. No. Es mi novia. Dejo de sonreír y soy un pedido de disculpas de cejas arqueadas.

- Perdona – digo y casi inconsciente, completo: no voy a pensar más en otras mujeres.